Opinión

 martes 20 de febrero de 2024

 

El Rodrigo Pardo García-Peña que yo conocí

Foto: eltiempo.com

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Fue sin duda una de las mentes más brillantes de nuestra generación en los medios y el servicio público.

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La noticia de su muerte me ha causado conmoción.

Fue sin duda una de las mentes más brillantes de nuestra generación en los medios y el servicio público.Hace muchos años, cuando alguien me presentó a Rodrigo, era él un estudiante de último año de bachillerato del Gimnasio Moderno, gordo y con unas gafas que le daban un aire de intelectual algo tontarrón, lo cual no tenía nada que ver con la realidad.

Y hago énfasis en el segundo apellido porque por entonces aun dirigía el diario El Tiempo su abuelo, don Roberto, a quien veía por la carrera Séptima con su boina de poeta, y que, para nosotros, los adolescentes con veleidades periodísticas, era una especie de pontífice.

Años después estudiaba él economía en Los Andes y se acercó a saludarme en un sitio informal que quedaba al lado del desaparecido Teatro Almirante, en la calle 85, abajo de la carrera 15, El Chiquito.Pasaron los años y, en 1988, tras regresar de mis estudios en España, entré a trabajar en el Palacio de Nariño, siendo presidente aquel inolvidable Virgilio Barco.

Una de esos atardeceres eternos de palacio, en los que uno se siente preso, entró Rodrigo a conversar en la oficina de mi jefe, quien me dijo después que ese señor iba a trabajar en la casa presidencial.

Debió ser el 18 de octubre de 1995, la víspera de la apertura de la XI Cumbre de Países No Alineados en Cartagena. Rodrigo era ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Ernesto Samper, de cuya crisis, por cierto, logró mantenerse a salvo, y me dio una breve entrevista en el Centro de Convenciones.

Horas más tarde, fui invitado a cenar en el restaurante La Vitrola, en medio de una selecta lista de comensales que tenían como denominador común la Cancillería. Estaban en la misma mesa Pardo –a la sazón canciller–, Julio Londoño Paredes –anterior canciller–, Camilo Reyes –futuro canciller–, y María Ángela Holguín –aún más adelante canciller–.

Sonaba alguna charanga cubana y Rodrigo rompió el hielo presentándome con bastante exageración: “Con Guillermo compartimos oficinas en la Casa de Nariño”, dijo.Los demás contertulios me bombardearon a preguntas, sin ocultar la prevención que les producía tener en la misma mesa a alguien de la prensa, como comentó María Ángela.

Lo cierto es que, de esa cena, que pagó Londoño con su tarjeta de crédito, tras un breve forcejeo, no salió una sola noticia.

Años más tarde me encontraría con Pardo en numerosas ocasiones y circunstancias. Recuerdo, por lo gracioso, la vez que, siendo él, canciller, iba con su tradicional sencillez un domingo por los lados de El Chicó, haciendo deporte en su bicicleta.

Yo hacía con mi mamá alguna vuelta dominical y, al llegar a la esquina de la calle 96, debí cederle el paso al ciclista de casco y guantes, sin saber que era «el ministro» -sin escolta alguna-, a quien identifiqué cuando agradecía con la mano por dejarlo seguir, con un ¡Hola Guillermo!


Fuente: Guillermo Tovar

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