Boyacá

 jueves 27 de septiembre de 2018

 

Cerrar la universidad es cegar el derecho a pensar

Foto: Boyacaradio

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A propósito de la suspensión de las actividades académicas de manera indefinida en la UPTC, sedes de Tunja y Chiquinquirá

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¿Qué pasaría si cuando las autoridades determinen abrir la universidad sus estudiantes se nieguen a entrar al campus?

¿Puede ser que un cierre se produzca por el uso de herramientas conceptuales y metodológicas inadecuadas, que el diagnóstico sea impreciso, que confunda síntomas con efectos y causas con consecuencias y que el remedio aplicado sea equivocado? ¿Quién y cómo responde?

La misión de la universidad es formar la inteligencia del país, hacer ciencia, circular saberes, promover el conocimiento útil para alcanzar el bienestar, la felicidad y la convivencia pacífica, y formar con prácticas humanistas, modos de pensar altruistas y maneras de actuar responsables con el entorno y la dignidad humana, es su visión.

La universidad es de naturaleza cultural y científica, pero cuando es entendida solo con categorías y conceptos de la política y los modos de acción del poder tienden a ocurrir fallas, distorsiones y a poner en riesgo el mismo desarrollo de los conflictos —propios de todo escenario habitado por seres humanos iguales pero también diferenciados, heterogéneos, diversos— la cosa cambia.

Cuando el poder usa herramientas inadecuadas para tratar los conflictos se producen alteraciones y catástrofes irreparables. Las ciencias sociales y humanas no funcionan con pruebas de ensayo y error, y aunque se usen variables y prácticas similares el resultado cambia, lo que no ocurre con las ciencias exactas.

No es igual un genocidio —cuya medida no es el volumen de la tragedia numérica, sino la intencionalidad de aniquilación— que una masacre o un asesinato múltiple, aunque en todos haya propiedades repetibles. Esto puede estar ocurriendo con el ejercicio del poder en la UPTC, es decir, que las lecturas del momento se estén haciendo con herramientas inadecuadas que lleven a confundir la universidad pública con una empresa con dueños y excedentes a repartir entre socios, y esto haga creer que su centro de gravedad son indicadores, cifras y formalidades, y no su gente y su complejidad de relaciones y procesos. Una mala lectura se puede traducir en déficit democrático, cercenamiento de la formación humanística en sus planes de estudio, destierro de la creatividad y la imaginación y una ciencia sin arte ni discurso, convertida en distorsión.

Usar herramientas inadecuadas para el análisis social lleva a convertir en ilegal lo que es legal, y a desvirtuar la protesta, que con legitimidad es un derecho humano, cuya garantía está en poder organizar y realizar asambleas, debates y movilizaciones para expresar descontento o desacuerdo. La protesta es una conquista humana —nunca equivalente a violencia ni lucha armada— y está protegida por el cuarto convenio de Ginebra y el principio de distinción del DIH. Además, en Colombia existe el derecho fundamental a manifestarse públicamente, art 37 de la Constitución, y no puede ser impedida, obstaculizada, bloqueada, infiltrada, saboteada, amenazada. De hecho, toda intención de aniquilarla es una violación a un derecho humano y tiene responsables, inclusive en el ámbito penal y disciplinario.

Pues bien, cerrar la universidad porque hay un ánimo de defensa de su existencia material y simbólica, en una sociedad que no logra salir del estupor del regreso a la guerra y al odio, es incomprensible, máxime cuando hay unos intereses compartidos por las 32 universidades públicas del país. El propósito del cierre carece de motivaciones académicas, es político. Su intención es desmovilizar, debilitar y poner en ultimátum a sus profesores y estudiantes. La desfinanciación y los ataques a su autonomía son contrarios al orden del discurso de la academia y en eso se sostiene la razón de la protesta. A la que se ha respondido con una “suspensión de actividades académicas en la UPTC”, que “la pone en estado de excepción”, ciega el derecho al libre pensar e invade el territorio del conocimiento con un desprecio por los estudiantes que causa hastío, cansancio, sensación de impotencia y llama a la violencia.

Cerrar, suspender o impedir la entrada de los estudiantes al campus universitario es “una anormalidad” para tratar de obligar a entrar en la “normalidad”, es promover que la vigilancia privada patrulle y cace estudiantes desobedientes. Cerrar afecta al cuerpo y al intelecto de 30.000 jóvenes estudiantes, de 1500 profesores y de una sociedad entera, perpleja, que sufre su cierre. Pero también desprestigia y ofende el pensamiento porque una parte de la protesta legítima es la asamblea, el foro, que es un espacio de aprendizaje interdisciplinar, en el que circulan saberes y se aprende con contexto, se estudia el país, se debaten sus conflictos y se llama por su nombre a los responsables de la tragedia. La asamblea es diálogo, humanismo útil para hacer ciencia con conciencia y responsabilidad; sirve para evidenciar lo que está debajo y lo que es controlado con abusos, acosos y ultimátum del poder.

El cierre niega, discrimina, permite el ingreso a los estudiantes de posgrado y lo niega al resto, pone en riesgo la jornada de investigación y sus enormes esfuerzos colectivos y recursos invertidos. El cierre margina a la universidad del debate nacional que confronta al gobierno y sus políticas contrarias a las demandas y necesidades de la universidad. El cierre afecta el presupuesto, es un todo de anomalías, producido por una equivocada (¿o perversa?) y repetida lectura del conflicto, que no es ajena en la historia, como ya ocurrió hace 50 años con Mayo del 68 en París, que inició con la toma de la facultad de sociología por 17 estudiantes y terminó con 10 millones de personas protestando en las calles, lo que dejó un presidente depuesto y una consigna de fondo “la imaginación al poder”, que sirvió para reconocer múltiples derechos negados y poner en ridículo, en evidencia y en caricaturas a los poderosos intocables de entonces y permitió devolver la armonía rota por el poder ya descompuesto.

Posdata. Tomo la palabra para agradecer al profesorado de la UPTC, que en un 70% asumió el compromiso de elegir a su representante al Consejo Superior. En especial, gracias a los 189 profesores y profesoras cuyos votos hacen posible que Edilberto Rodríguez aporte para acabar la mala costumbre de sumar a una mayoría simple que lo impone todo. La universidad tiene que evitar a toda costa caer en el vacío sin retorno, por des financiación y déficit democrático. Con Edilberto gana la universidad, llega una voz crítica con sentido de realidad y compromiso por la defensa de la institución y del pensamiento libre, sin patrones políticos, ni centros de mando, llega a representar a todo el profesorado, sus derechos y garantías, a defender la misión y ayudar a construir desde abajo.

Nadie perdió, aunque era claro que estaban en juego dos maneras de pensar y hacer universidad y hay necesidad en ampliar y fortalecer esta forma de hacerla con ética y respeto, con prudencia y resistencia. Gracias a Edilberto por su historia personal de honestidad, franqueza y compromiso con la construcción colectiva de la universidad. En todo caso queda claro que cerrando la universidad hay pensamientos que no cambian ni dejan de luchar.

Fuente: Manuel Humberto Restrepo Dominguez

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