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 martes 02 de julio de 2019

 

Barquitos en el río

Foto: Caracol Radio

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Antiguamente era el rio Jordan de aguas limpias y cristalina, hoy es la cloaca llamada rio “Chulo”

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En los lejanos años de la infancia una profesora de artes de la escuela del barrio nos enseñó a hacer barquitos de vela a partir de palos de paleta, palillos redondos, trozos de tela y colbón. Eran unas hermosas carabelas en miniatura, réplicas de las que llegaron a América en tiempos de la conquista. Flotaban con la elegancia de un cisne. No median más de quince centímetros de la proa a la popa y su altura era de diez centímetros.

Nosotros para entonces teníamos diez años y muchos sueños marineros infantiles. Juan Pérez, uno de los más avispados condiscípulos, nos propuso a otros dos compañeros que fuéramos hasta el nacimiento del río Jordán, el cual atravesaba nuestro barrio. Juan conocía el sector rural, al sur de la ciudad, pues había nacido allí. Dijimos que llevaríamos nuestros barquitos y nos regresaríamos por toda la ronda hasta llegar a nuestras casas; la idea era que
los barcos de múltiples colores navegaran, mientras que nosotros los piloteábamos hasta llegar a la meta.

Nos pusimos de acuerdo en que al siguiente miércoles, como era tarde deportiva en la escuela, pues no iríamos al claustro y la profesora no notaria nuestra ausencia, en cambio tomaríamos rumbo al sur. En esos años nuestro
barrio era el último de la ciudad y estaba recién construido. Para seguir al río, aguas arriba, debíamos caminar por su orilla atravesando unos enormes lotes de arenisca colorada, por unos tres kilómetros, donde solamente se veían
algunos árboles dispersos, y que para nosotros, a medida que nos adentrábamos, se nos semejaba estar en la mitad de un desierto.
Después de una hora de caminata, sin encontrar persona alguna en el trayecto, al fin avistamos la carretera que lleva a Soracá; la atravesamos y continuamos unos trescientos metros, monte arriba, hasta encontrar finalmente el nacimiento del río.

Calculando que ya estábamos en mitad de la tarde y como no queríamos que la noche nos sorprendiera en el imaginario desierto, además para evitar que nos dieran una paliza en la casa, por haber capado escuela, de úna, lanzamos nuestros barcos al río y estos majestuosos comenzaron a deslizarse por la corriente abajo. Y escuchábamos el intenso croar de las ranas a medida que avanzábamos; les seguíamos el ritmo a nuestras esplendidas carabelas, mientras comíamos trozos de panela con pan y bebíamos agua que sacábamos con la cuenca de la mano. A veces las tres carabelas se estrellaban en el estrecho cauce, pero no se volcaban. Por momentos aumentaban su velocidad a causa de los “rápidos” que se formaban en el cauce. Las bautizamos como “La niña”, la “Pinta” y la “Santamaría”, los nombres que meses atrás nos había enseñado la profesora y que eran las mismas en las que había llegado Cristóbal Colón a América; Juan, como era el líder de la expedición, se declaró como el Cristóbal Colón de esa tarde.

Las Carabelas intactas pasaron bordeando el hospital psiquiátrico, un hospital lleno de locos de todas las edades, que nos daban miedo. Ellos vieron pasar nuestros barquitos, pero ni se inmutaron, pues también estaban inmersos en su mundo de fantasías. Sobre las cinco de la tarde de ese miércoles, llegamos a nuestras casas y fin de una deliciosa jornada de miércoles sin clases.

Le tomamos cariño al río. Luego de la primera expedición, descubrimos que en una parte de ese río que no tenia más de un metro de ancho en todo su recorrido y no más de cincuenta centímetros de profundidad, había un recodo
donde podríamos construir una piscina. Efectivamente, con media docena de amigos conseguimos piedras grandes y poco a poco fuimos construyendo un dique para retener el agua. Así fue, hicimos una piscina casi tan grande como
del tamaño de veinte albercas caseras juntas. Se convirtió desde entonces en nuestro refugio de los fines de semana, donde todos nos bañábamos desnudos, sin pudor alguno.

El río Jordan tenía una extensión de unos cinco kilómetros ya que en las afueras de la ciudad se unía con otros ríos para cambiar por el nombre de Chicamocha. En esos años de infancia, donde todo es felicidad, hacíamos con mucha frecuencia trayectos largos con nuestros barquitos de frágil madera. Pero pasaron los años, terminamos el bachillerato y el colegio quedaba atrás; todos partimos con nuevos rumbos en la búsqueda del futuro profesional en
otras ciudades, esa era la ley de la vida.

Los sueños marineros de la infancia, los primeros juegos y los primeros sueños, continuarían intactos en nuestro ser,
para siempre, pero también en nuestra mente se había tatuado nítido ese río que se deslizaba con sus aguas cristalinas y limpias, con los sapos alborotados saltando por encima de nuestras carabelas. El río Jordan atravesaba toda la ciudad de sur a norte.

Cincuenta años después, tras haber recorrido medio mundo en los avatares profesionales, con el pelo blanco y arrugas en la cara, quise regresar al río de los sueños infantiles y ya no lo era; estaba convertido en una fétida cloaca. Le habían horadado el alma, por sus orillas se asomaban miles de salientes de tubo con aguas negras y los olores nauseabundos eran inaguantables. En el imaginario desierto infantil habían construido miles y miles de casas; todo el sur oriente de la ciudad lo habían poblado. El paisaje estaba absolutamente cambiado. Lo recorrí, pero ya no entre finas areniscas, sino sobre estrechas calles pavimentadas, hasta llegar a su nacimiento.

Y entonces lloré lágrimas otoñales, que son las mismas lágrimas infantiles, reprimidas por mucho tiempo, que muchas tardes derramé mientras contemplaba extasiado; nuestra piscina, aquélla que habíamos bautizado como “La Paila Gocha” ya no estaba y las piedras de sus contornos que nosotros cargamos con dificultad, seguramente habían servido de base para la construcción de algunas de las viviendas.

De los amigos de la infancia, aquellos que estudiaron conmigo en la vieja escuela, ya tampoco estaban; tal vez algunos de ellos habrán vuelto a ver ese paisaje que ya no era el mismo y tal vez las mismas lágrimas otoñales de sus ojos, otrora inocentes, se deslizaron por su cara, como me ocurrió a mi. Quién sabe desde cuándo los hombres convirtieron en una cloaca los largos trechos del río de nuestros sueños infantiles. Aun conservo mi carabela de
palitos de paleta.

Fuente: Orlando García Moreno

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